Samuel Diéguez Vilar
Bajo las grises nubes, entre el abrazo de las enormes cordilleras, que se extendían por detrás de la fortaleza mostrando el inmenso y eterno poderío de la naturaleza; a los pies de las impasibles montañas, imperturbables e inalterables a las vidas de sus habitantes, pero que al mismo tiempo esperan pacientemente que lo que les fue arrebatado volviera a ellas, se alza majestuosa, imponente y hermosa Minas Tirith: una augusta y señorial fortaleza, digna de emperadores y reyes.
La aguja más grande, inmensa en comparación a los habitantes que allí ahora moran y a los animales que en su día gobernaron estás tierras, se alza tocando el cielo, separada por un brazo de piedra que sobresalía, separando la ciudad, como si la montaña quisiera demostrar que aún era más poderosa que la ciudad y que los hombres que allí habitan, era llamada por los habitantes de la urbe como la Torre Blanca, hogar de los senescales, que ahora gobiernan la ciudad.
El sol ilumina la aguja, envidioso por su belleza, una que jamás podrá alcanzar. A los pies de la aguja, separados en dos partes por el brazo de piedra, se erigen, apiñadas y superpuestas, torres y edificios, algunos iluminados y otros ensombrecidos, intentando, en vano, atraer los rayos de sol hacia ellos, tal vez un reflejo de los días de luz y oscuridad, de gloria y tristeza que vivirá la ciudad, donde sus ciudadanos intentarán atraer prosperidad sin resultado alguno.
Aún más abajo, de la enorme y hermosa urbe, se encontraban los muros, ensombrecidos por las enormes montañas que observaban los diminutos puntos que hacían guardia en las murallas de la ciudad.
Y, como un presagio del futuro; los campos que en su día fueron verdes, floridos y hermosos ahora eran yermos, secos y ásperos; signo, sin duda, de los acontecimientos que asolarán la ciudad en tiempos venideros.