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El bosque de la noche eterna

Jordi Rubio Escayola

En este tétrico y macabro ambiente impregnado por el hedor de la muerte, el cual sería capaz de dejar a cualquier ser vivo sin capacidad de reflexión, se experimentan sensaciones sobrecogedoras. En medio de las malezas se escuchan ruidos aterradores que hierven la sangre. Los árboles, desprovistos de vida, adquieren un aspecto espeluznante y una forma terrorífica, como si fueran seres que acechan en la oscuridad. En el suelo húmedo, se distinguen las lápidas de personas que en su momento vivieron una existencia similar a la tuya, y ahora yacen envueltas en un vapor asfixiante que congela los pulmones.

A lo lejos, se distingue una ciudad desprovista de cualquier rastro de vida, una metrópolis que parece haber emergido de las más espantosas películas de terror. Su silencio es atronador, sus edificios en ruinas y sus calles desoladas, convirtiéndola en un monumento sepulcral al abandono. Todo este paisaje infernal se encuentra envuelto por una noche oscura, donde la luna llena, teñida de negro, es el única testigo silente de la desolación que reina en este lugar maldito.