Arnau de Roa Sánchez
Pocas horas después de iniciar la larga travesía por el caudaloso río Yangtze, desde mi antiguo bote, me doy cuenta de que una ligera neblina, una gran humedad y un bochornoso clima se han apropiado rápidamente de un frondoso monte con el que me encuentro, como si de un baño turco se tratase.
Repentinamente, mientras mi pequeño y viejo barco se desplaza de forma pausada, a las viejas casas, dirijo la mirada. Observo con fascinación y al mismo tiempo con desconcierto los hogares, construidos uno encima de otro sobre la boscosa ladera, y que con el paso del tiempo han sido tragados por la hambrienta naturaleza hasta el punto de camuflar casi por completo a estos con el resto de la verde montaña, dejando así un paisaje espectacular y peculiar que transmite de inmediato una gran sensación de calma y armonía, pero también de misterio.
Me encuentro delante de lo que posiblemente un día fue una acogedora y diminuta aldea. Quizás, con el continuo paso de los años, sus longevos residentes fueron abandonando y dejando totalmente atrás el rústico pueblo, o tal vez fue una letal enfermedad causada por algún peligroso insecto propio de la zona quién acabó con los humanos que residían en él.
Lo que está claro es que lo que fuera en su momento este inhóspito y misterioso lugar nunca lo sabremos con total certeza.