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Las últimas horas del sol

Laia Herrero Mas
Tras un agotador día anhelo llegar a mi refugio en la playa, un espacio cómodo y familiar. Cada vez que mis pies se hunden en la arena siento cómo mi cuerpo se relaja, absorbiendo su suavidad y pureza. Aunque invisibles, las pequeñas piedras chocan contra mis dedos, enviando escalofríos que recorren todo mi ser. Observo el sol sumergiéndose gradualmente en las sombras de la península, no tenebrosas pero enigmáticas, y mi espíritu se aviva, despierta y se prepara para lo que resta del día.

Una sonrisa se dibuja en mi rostro al ver a mi amigo tomar su tabla y dirigirse al mar, con su mirada fija en el horizonte sin dudas, sin miedo, igual que las escasas olas que rompen en estas últimas etapas del verano. El vasto azul parece fatigado, igual que yo, como si cada pequeño paso, cada mínimo movimiento fuera un esfuerzo, pero me siento acompañado por esa sensación.

Desde el horizonte, mi compañero me llama para unirme a él, y sin apuros, disfruto de esa escena maravillosa mientras acaricio mi tabla y la apoyo con fuerza en la arena. Por último, es el tono anaranjado del cielo el que me proporciona el impulso que necesitaba para sumergirme en mi tranquilidad y me guía hacia lo que fue, es y será mi vida.